miércoles, 17 de diciembre de 2008

AL OTRO LADO...CONTRA LA PARED

No puedo dormir.
La marihuana no me hace efecto. El humo me envuelve travieso y dulzón, cítrico...
pero no me duerme.
Doy vueltas en una cama gigante que no me pertenece, rozo si no tengo cuidado el techo con la nariz y sostengo el humo con las manos.
Mañana volveré a llegar tarde, ya no me angustia, ya no.
Me hago una paja cuestionándolo todo. Analizándome.
El trabajo me produce un gran vacío, me asusta su dominio, el mecanismo roto.
Me caliento ficcionando imágenes inducidas. Mi mente me guía atropellada hacia una fantasía recurrente impuesta por misóginos discursos religiosos, telediarios de sobremesa y porno-basura en general.
El vecino de abajo descansa en paz tras su última cerveza. Duerme desnudo, panza arriba, con la ventana abierta. Ronca como un cerdo, retumba todo el patio.
Lo violo a él, le golpeo hasta tumbarlo y me lo follo desmayado, a ver si se calla.
Las vibraciones de sus ronquidos sacuden mi cama como si estuviera en un ascensor con una rubita asustada a la que sonrió.
Hace unos días volví a discutir con mi madre. Las relaciones humanas son tremendamente complejas. El pensamiento es traidor y rastrero. No tengo que demostrarle nada a nadie, ni si quiera a mi. Sólo ser.
La rubita se pone cada vez más nerviosa.
No sé porque me he castigado tanto. Cobarde.
Febril y animal gimes desgarrando con tus miembros líquidos la almohada muda. Recuerdo el día en que empecé a perder. Me corro con violencia y lloro.
Desfallezco cuando me hace efecto el trankimazin.

El móvil vibra atroz sobre la repisa. Mi cuerpo se yergue solo, levita por la cama y detiene certero la vil sirena. Diez minutos más y me incorporo de un salto a la vida.
Hace frío.
No tropiezo con nadie ni en la cocina ni en el salón. Comparto un piso de cuatro habitaciones, es todo lo que me puedo permitir. Me he acostumbrado.
Las mudanzas se han ido sucediendo con los años, y con ellas, la certeza de que jamás venderé mi tiempo a un banco.
Parece que todos duermen, o quizás, aún no hayan vuelto a casa.
Por la mañana siempre tengo hambre así que decido comerme una ensaimada con el café, que como cada mañana saco del microondas hirviendo. Ya paso de hacer tostadas, siempre se me queman. Me fumo un cigarrito y me espabilo del todo con una ducha bien caliente. Me pongo sin remordimiento alguno la misma ropa de ayer, si me paro a pensar que ropa llevar podría ser mi fin. Eso si, elijo con cuidado y precisión los calzoncillos.

Stefaniiiiii levantaaaaaa!! El espantoso grito de la vecina de al lado me da la señal como cada mañana. Comienza el infierno de Stefani. Es hora de irse.
Salgo pitando con el desayuno aún a medio tragar. Llevo años intentando acostumbrarme a madrugar, escapo de ello como puedo. Con el horario cambiado pues, me cuesta un infierno arrancar. Sufro.
El ascensor no funciona, me toca bajar los cinco pisos al trote. Lo encuentro abierto en el segundo, hay un charquito líquido en la cabina…

Corro hacia el metro socialdemócrata que recorre esta ciudad, con sus infinitos transbordos, sus conexiones tercermundistas y su fauna diversa.
Buff!!, nada más bajar comienzo a notar el calor, empiezo a sudar, a quitarme ropa.
El aire huele a moho y a larva de cucaracha. Se me escapa el tren. Llegaré tarde.
No me siento a esperar. No hay sitio. Como una fierecilla encerrada doy vueltas sin control, el hilillo musical no ayuda, me aturde el hedor cálido de la masa. Reprimo una arcada, combato el mareo y me preparo para lo peor.
Hace años que la luz del sol no despereza mi cama. Soy consciente ahora, que me siento a ver morir las horas hasta cerrar los ojos. Ahora, que la luz eléctrica me asfixia artificial.
La descortesía humana no entiende de leyes físicas, se forma pues un tapón en la puerta del vagón cuando el metro llega. Se metamorfosea ante mis ojos la venerable senectud en descontrolada ira, empujones, manoseos, pisotones y codazos secundan la revuelta. Aguanto impaciente a que acabe la reyerta, a que entren y salgan todos los usuarios a la par. Suena el silbato, cojo aire y ocupo un espacio imposible.
Las puertas se cierran como guillotinas, acaricio con las pestañas el cristal. El acido y amargo perfume a testosterona, a sabana usada, caliente, me pone de punta. Me da asco respirar. En la tercera parada se vacía la cámara de letal gas. Todos nos movemos en masa hacia la misma escalera estrecha que nos hace descender a unos, ascender a otros y volver a atascarnos en general. Imposible tratar de correr por los pasillos, imposible aumentar siquiera la velocidad. Los altavoces chillan repetidas veces la misma frase, visca Barcelona, visca Barcelona…el elogio de la postal.
Finalmente llego tarde, sudando y de los nervios. De hoy no pasa que arregle la bici, el metro es insoportable, encima, el más caro de Europa. Puñetera humedad.
Es asquerosamente retorcido pensar que es esto lo que me hace levantarme cada día, morir un poco.
Todo lo que siempre he querido hacer no es más que un sueño romántico de lo que me gustaría poder ser.
El frío se adhiere a la piel, penetra intruso.
Las furias me chillan rabiosas verdades que no quiero oír y el estado me subvenciona la más potente droga contra el dolor, veinte miligramos diarios de sonrisa hueca, de olvido roto. Sonrió para no desbordar mi pupila que cae. Sonrío el dolor latente que me paraliza.
Hace días que no oigo el sonido de mi voz. Ya no creo en nada.
Ocho horas más de silencio, de angustia contenida.
Son las ocho treinta. Me desconecto.

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